Roser Bru

Roser Bru, la pasajera

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El escritor Mario Valdovinos rememora la figura de la artista recientemente fallecida

Rara vez recuerdo el momento exacto en que me enfrenté por primera vez con un artista plástico. En el caso de Roser Bru es probable que haya visto su trabajo por primera vez durante los añosochenta, en una exposición suya en el Instituto Francés de Cultura cuando estaba ubicado enfrente del Teatro Municipal
capitalino, fijando desde allí en mi recuerdo las imágenes de sus grabados. Las ilustraciones y pinturas ingresaron en mi conciencia a través de la contemplación sostenida. Suelo detenermepor largo rato ante las imágenes, el colorido o su ausencia, el empleo de lápices, acuarelas, óleos, el tamaño de las láminas,
los espacios en blanco, en fin, el universo que me ofrece encuadrado y colgando, mudo o elocuente, en la pared donde se exhibe.

 

Roser Bru
Roser Bru

Un tiempo después mi esposa, Patricia, cajera por aquel tiempo en un supermercado, el Ekono de los años dictatoriales, la vio empujando un carro con mercaderías en busca de una caja para cancelar e irse rápidamente. La llamó y antes de marcar los precios en la absorbente máquina,
le tomó una mano, diciéndole:

-Yo sé quién es usted y amo lo que ha realizado, déjeme sostener su mano.
Ella quedó bajo hechizo y cuando logró sacar el habla le respondió:
-¡Llevo décadas viviendo en Chile y nunca, pero nunca nadie me había reconocido ni menos felicitado en un lugar donde se venden abarrotes!
Se veía feliz porque la pintura tiene escasa difusión, el común de la gente desconoce su existencia y no asiste jamás a una sala de exposiciones. Hay allí un vacío, una tierra de nadie, una lánguida y por desgracia hasta hoy eterna desconfianza. Mutua.

En las décadas siguientes, el fin de la dictadura, montó varias exposiciones en distintos lugares, las visité todas, lo hice un hábito para deslumbrarme y pasar horas de recogimiento y de impacto a los sentidos. Llevé a mi hija pequeña a algunas, fotografiándola mientras se acercaba con sus deditos a las ilustraciones para tocarlas.
Años después vi, también con mi hija, la obra teatral escrita y dirigida por su nieta en que la homenajeaba cuando ella ya no estaba en condiciones de ver el montaje, entender los textos, asimilarlos e iluminar su cara de niña con la modestia de los artistas geniales que antes de alardear e imprecar contra la indiferencia o la falta de reconocimiento trabajan en silencio día a día.

Más años después dirigí un documental sobre artistas chilenos y pude entrevistarla en su bella casa cercana a la sede central del Duoc, no sé bien si se trata de la comuna de Ñuñoa o la de Providencia.
Me recibió, junto al camarógrafo, sonriendo, alegre, tranquila. La vi caminar delante nuestro y su figura era la de una adolescente, su chasquilla de abundantes cabellos negros, sus manos interminables. En un momento del diálogo le conté la anécdota de la dulce cajera del supermercado y por supuesto la recordaba. Me invitó después a conocer su casa, conectada al taller por un largo pasillo techado. Paredes blancas en una bella casa de dos pisos donde colgaban más que obras suyas innumerables grabados de Delia del Carril, la Hormiguita, exposa de Pablo Neruda, de quien Roser fue amiga de toda la vida. Tuve la audacia de pedirle un grabado de Delia, nada menos que como regalo. Se sabe que la patudez es gratuita. Con su calma habitual me dijo que no, pero, para no desalentarme, me regaló, tal como suena, dos grabados, para Patricia y para mí, con dedicatorias escritas con lápiz grafito, letra de escolar, de niña, la niña que siempre fue, la viajera del barco Winnipeg, la nave cuya travesía preparó don Pablo Neruda en 1939 al fin de la Guerra Civil de España. Su padre había sido un político republicano y, tras las persecuciones franquistas, debió exiliarse junto a su familia. Allí me contó que era una gran lectora y leía a los poetas Lihn y Zurita, a Kafka, a quienes había pintado como protagonistas de sus cuadros. También a las figuras de Las Meninas del gran Diego de Silva y Velázquez, los enanos y enanas, la infanta Margarita, los reyes al fondo, el mismo autor
del cuadro, al lado derecho, retratándose mientras pinta la tela.

Como siempre hay un después pasaron los años y las décadas. Supe del mal que la atacó, el Alzheimer, ella no pudo ver la obra teatral de su nieta, no habría sabido cómo regresar.

Mi hija, Carla, me avisó de su deceso. Recordé que en la extensa entrevista
que tuvimos me contó que cuando venía hacia Chile en el Winnipeg llevaba una libreta en la que dibujó con insistencia la travesía, el oleaje, los pasajeros, los vericuetos del barco. Pero al llegar a Valparaíso y mientras la nave se acercaba, de noche, a las luces que titilaban en los cerros, tiró la libreta al mar.

No pude dejar de pensar que ella, con más de fecundos 90 años, había regresado, como una niña otra vez, al fondo de la bahía de Valparaíso para recuperar la libreta abandonada.-

mv. Mayo 21

 

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