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Cuento: Haciendo trampa

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Roberto Vásquez fue uno de los participantes del concurso Café Virtual 3 años.

Ese día salí de mi casa sin pensar volver. Dejando una esposa, una hija de 4 y un perro de 12 atrás en mi vida, dejando atrás una vida entera. Ni la miré a la cara a mi mujer. Salí con la disposición de poner el mundo entero a mis pies y volver lleno de pergaminos y dinero a montones, con auto otra vez, volver siendo alguien de provecho nuevamente y de pasada poder salir del hoyo en el que me había estado metiendo el último año que se me pasó, literalmente, volando.

Ni siquiera miré atrás la casa que yo mismo construí con mis propias manos, con amor, bella, siguiendo los mejores consejos de arquitectura, todo para que mi familia viviera siendo envidiada por el resto. Para que fueran felices y hoy no recordaba su sonrisa. Traté, pero mi mente enferma me negó su rostro. Y fueron felices hasta que yo mismo, con mis manos, mis palabras y mi cara desencajada de loco lleno de veneno en la sangre les maté la alegría. “Bueno!”, dije y me ajusté la mochila en la que metí apurado y con desconcierto todo lo que creí necesario para comenzar una nueva vida (ni calcetines eché, si seré huevón.)

Y salí a la calle a caminar con firmeza, pero sin rumbo alguno, convencido, con la firme intención de comerme el mundo o ser comido por él. Ahora, con el tiempo pienso en realidad era la segunda, iba dispuesto a dejarme devorar, a ser consumido por la naturaleza, que hasta el humo y el plástico son parte de la naturaleza que ha creado este planeta. En un poco de lucidez pensaba, si salí a ganador, ¿por qué me eché tan poca ropa en la mochila, ah? ¿Por qué sólo un par de zapatos formales (suponiendo que me iba a encontrar trabajo y salir del hoyo económico en que estaba)? Además, ¿por qué no coordiné con algún conocido para alojar en su casa o por qué no ubiqué un albergue barato en que me cobraran las últimas 15 lucas que suponían todo mi capital en la vida? En realidad, si lo pienso honestamente bien, ¿por qué me largué a caminar por kilómetros en círculo, bien perdido en la realidad y porque eché entre la ropa de mi mochila un cuchillo firme, afilado de cacha dura y listo como para una pelea? ¿En qué capítulo de esta nueva vida que estaba comenzando a escribir cabía llevar oculto entre la ropa un arma blanca?, yo, Ingeniero de profesión, músico por porfiado, distraído por naturaleza, padre de una, esposo de otra, hijo de otra más aún. ¡Pues parece que no!, que no estaba yéndome de la casa para que se calmaran los ánimos de las ultimas discusiones, para que pasara un poco de tiempo y mi mujer entendiera o se le fuera olvidando los empujones, insultos, gritos, golpes a murallas y muebles destruidos por mis puños y patadas. Ni para que los vecinos por fin descansaran de pensar que cada semana, noche por medio estaba pateando en el suelo a esa pobre mujer que no es capaz de matar una mosca. Y temiendo por la bebé, aunque, como todo en este Curicó de mierda, quedaba en pelambre y comidilla de dientes postizos y setentonas apoyadas en sus escobas tipo 8 de la mañana hablando con cara de drama mientras yo pasaba en mi auto del año vestido de terno y corbata y las saludaba y ellas respondían con sonrisa sincera, como si ellas mismas no se dieran cuenta que era mi propia historia la que pelaban. Que daño, que indolencia, que descuido, que maldito infierno, que locura.

Que fácil se metió la droga en mi vida, que rica era, que bien me hacía sentir, que Superman me sentía, cuánto se la agradecía a mi cuñado cuando me la conseguía y que buenos negocios hice, que bien le caía a todos, que enamorada estaba mi mujer, mi vecina y mi cuñada (en ese orden, una y otra vez, rotativo, no es por ser cachiporra). Que buen modelo era para mis vecinos, primos, colegas, inferiores y superiores. Que largas conversaciones tuvimos con el curita los domingos después de misa, de moral, de ética, de historia, de utopías, de sociedades ideales, que buenos proyectos organicé para la junta de vecinos: el terreno, la cancha, los juegos, las rejas, los jardines, el gimnasio, los basureros, los dispensadores con bolsitas para la caca de los perritos. Era todo tan lindo, que buen mozo y bien vestido y de lustrosos zapatos me vieron los niños de mi condominio. Que manera de ser un modelo a seguir por los más débiles y carentes y que manera de generar envidia en los que miraban por entre sus cortinas y se escondían cuando llegábamos con mi familia o dejaban de regar cuando yo salía a hacerlo en mi jardín, siempre más verde que el de ellos. “¿Cómo lo hace?” preguntarían, ya que no sabían cómo conseguir una soltura de cuerpo para navegar por las olas de la sociedad chilena llena de zancadillas. Yo iba montado en los caballos de la inconciencia, de la indolencia, de creerme a prueba de balas.

De noche despierto asustado y confuso en medio de una llovizna, con la mochila como colchón. Carabineros me está levantando con cuidado, y me hablan sin que yo les entienda una sola palabra. No me hacen sentir ni delincuente ni vagabundo, aunque si había robado algo para comer durante el último mes y si dormía en la calle, lo que me matriculaba innegablemente como vagabundo. Alcanzo a ver el rostro de mi esposa, pero me quedo pegado pensando por qué me suben a la ambulancia y no a la patrulla.

Despierto (aunque realmente no dormía) y veo imágenes sueltas, de doctores diciendo que la adicción es una enfermedad, estoy sedado, mis manos amarradas, mi cabeza da vueltas y tengo mucha sed. Me mandan a dormir con una jeringa que ni supe que me pusieron a una cama blanca. Pasan los días y las semanas. “Estoy en un psiquiátrico” logro articular en mi cabeza. Luego jeringa y cama blanca. Por meses. Ella me habla todos los días y la escucho con respeto. Cada día me dice lo mismo. “caíste en la droga dura, estás en rehabilitación”.

Nunca entiendo qué significa. Pero la sigo escuchando con respeto.

Sigue viniendo gente a visitarme. Todos cariñosos. Los recuerdo y a la vez no sé quiénes son. Me dicen palabras similares a las que me dice ella, y noto que se cuidan de lo que me dicen, tanto las palabras como del tono. Yo escucho con respeto.

Un día viene ella y se sienta frente a mi como cada día desde quizás un año, o un mes, no sé mi mente no entiende. Me mira y me dice lo de siempre “estás en rehabilitación, caíste en las drogas…” y mientras me habla de repente recuerdo su rostro, su hermoso rostro, me acuerdo quién es ella y ella lo nota, debo haber sonreído y ella hace lo mismo, miro su boca y veo su sonrisa, su dulce sonrisa, la que quise lograr dándole una vida de seguridad, pero haciendo trampa. Por primera vez en años me largo a llorar de alegría, de pena, de vergüenza, de nostalgia, de ganas de llorar, de ganas de llorar sin motivo. Frente a frente le tomo la mano como si no hubiera pasado el tiempo y le digo “lo siento”. Ella me dice “empecemos de nuevo”.

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