Adolfo Couve, imágenes inéditas

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La columna de Mario Valdovinos nos lleva a navegar por el mundo del artista nacional, compartiendo la reflexión sobre su legado.

Una exposición sobre algunas obras dispersas del pintor y escritor Adolfo Couve, recién terminada en el Instituto Cultural de Las Condes, me lleva a algunas reflexiones sobre su legado. También haber comprado el libro Adolfo Couve Imágenes inéditas, de Claudia Campaña, que contiene análisis y declaraciones sobre los bocetos y pinturas reencontrados del artista. Hubo dos retrospectivas sobre su creación: Adolfo Couve: una lección de pintura, Museo Nacional de Bellas Artes (2002), y La mirada pertinaz.Instituto Cultural de Las Condes (2011), más la publicación de un libro oceánico de la misma ensayista, Claudia Campaña, su principal exégeta y admiradora, cuya consagración al rescate de las creaciones couveanas resulta conmovedora.
Adolfo Couve Una lección de pintura (2015). Más aún cuando en el libro que acaba de publicar hace una revelación: el modo en que se conocieron en la Escuela de Arte de la UC, ella como alumna y él como severo profesor.

Un maestro que parecía haber hecho carne el Decálogo del artista de Gabriela Mistral: “Amarás la belleza, que es la sombra de Dios sobre el universo”, según reza el primer mandamiento. Ella, la estudiante, ubicó su domicilio en la calle Mac Iver y le llevó de regalo un pan de Pascua, pues había terminado el segundo semestre. Él recibió de manera fatal a la inesperada visita, como el más hostil de los anfitriones, no solo porque no la había invitado, sino porque no comía pan de Pascua y esencialmente por ser celoso de su privacidad hasta desaparecer al terminar sus clases  tragado por la capital antropófaga y exhibir falta de modales para que no invadieran sus espacios. ¿Ocultaba algo? ¿Padecía tal vez del mal de Diógenes y no quería que descubrieran su hábitat transformado en una pocilga? Claro que no. ¿Le dolía haberse quedado tras la diáspora de los artistas e intelectuales a propósito de la instalación de la dictadura? Es probable que tampoco. Couve nunca demostró mayor compromiso por uno u otro bando, él adoraba la doctrina del arte por el arte, sin contaminaciones, una ascesis, un camino de perfección hacia lo sublime de la belleza. Su postura estaba dominada por el ideal platónico: La belleza es el esplendor del ser puesto en obra. Era muy poco pintor y escritor maldito, escasamente baudeleriano, tenía cero contacto con los paroxismos de Rimbaud y con la vida bohemia. Más parecido a Pablo Burchard, que fue su inspirador (“El sol de Burchard alumbrará sus telas por mucho tiempo”, escribió Couve sobre don Pablo), que un bohemio de ojeras moradas y labios anestesiados por el vino.Couve, paradojalmente,en la ocasión citada fue muy antiestético en su manera de recibirla, o de no recibirla, si bien la anécdota permitiría escribir un cuento con el tema de la discípula fascinada y el arrogante e inexpugnable maestro. Fue muy educada la joven ante una actitud tan hostil y vulgar. Lo que cuenta Claudia  es el testimonio de un diálogo imposible con un artista que no lograba socializar ni integrarse a un grupo humano y se enmascaraba con el despotismo ilustrado para ocultar sus miedos.Las responsabilidades compartidas iban por el lado de la instalación de la dictadura, la represión, el toque de queda, y una juventud que vivía aterrada y bloqueada en sus derechos, el primero, vivir a lo menos esa etapa felizmente. Couve era un extraño en el mundo y la anécdota culmina con la lectura del primer capítulo de su novela La lección de pintura, que aún no publicaba, pidiéndole a la joven su opinión, como una forma de limpiar su imagen cuando asumió haber metido la pata. Ya reconciliados, le regalaría, en distintas ocasiones, tres libros y la recomendaría como profesora en la cátedra de Historia del Arte de la UC, cargo que Claudia Campaña mantiene hasta hoy.

La literatura de Couve más que de seres con sustancia humana, de carnes, huesos y nervios, con historias a cuestas y ansiedades, está plagada de personajes parecidos a sombras o muñecos que  reposan en un estante o en la sala en penumbras de  una vieja casa, donde sus moradores abren las cortinas de tarde en tarde para hacer el aseo, ventilar y permitir que entre la luz. Tal es su fuerza y su territorio. Tienen, sin duda, emociones y actúan motivados por ellas, son desajustados, anacrónicos y dan batallas con el ánimo de quienes las saben perdidas. El lenguaje que los constituye y hace flotar es leve y eficaz, crea un mundo sustentable y atrayente; el estilo es sutil, transparente, la búsqueda de un grado cero de la escritura, contar casi sin contar o contar sin que se note, fusionar la voz narrativa con los hechos, mínimos, que vehicula. Estos rasgos forman una tradición en la narrativa chilena: González Vera, Vidas Mínimas y Alhué; el porteño Carlos León, Sobrino único y Sueldo vital; Alejandro Zambra, Bonsái y La vida privada de los árboles.

Vida de Couve

Couve nació en Valparaíso y no escapó a la educación de los jesuitas ni a la visión del horizonte marino, algo de esas vivencias está matizado, desde su primer relato, Alamiro (1965), en su producción narrativa. Couve se consagraba a la literatura y dejaba de pintar por años, si bien lo deslumbraba la forma en que una mancha sobre la tela puede generar una silueta, un espectro que sugiere más que evidencia. Lo imagino usando el mismo método con una palabra o una frase sobre sus cuadernos, ya que no usaba ni siquiera máquina de escribir. En su pintura plasmó algo semejante, cultivó los géneros de la naturaleza muerta, el paisaje, el retrato, y en cada uno de ellos evidenció la luz y el silencio, el ademán y la quietud  más que la acción. Sus figuras constituyen un gestuario al trasluz. Lo mismo le ocurría con la alquimia de las palabras transformadas en párrafos sobre un fondo blanco, los papeles que servían de soporte a sus escritos. Él mismo se había arrancado de una de sus novelas y era el solitario y atormentado creador que residía, autoexiliado, en las ruinas de Cartagena, el balneario que fue testigo del esplendor de la clase dorada chilena en las décadas iniciales del siglo pasado. Allí buscó refugio, no en París, y vio extinguirse los atardeceres. Meses de angustias, insomnios y depresiones, culpas y autocastigo, reproches y esperanzas muertas se desbordaron el  miércoles 11 de marzo de 1998, se levantó a las 8.05 de la mañana para mirar largamente la viga desde la que su cuerpo colgaría.

El libro de Claudia Campaña incluye fotos de su biografía. Una me llamó particularmente la atención. Aparece con su única esposa, Marta Carrasco, madre de su hija unigénita, Camila Couve Carrasco. Están muy jóvenes, de pie y de frente. No están abrazados ni de la mano, apenas rozándose, no saben nada aún del porvenir.

-Muero por la belleza, le había dicho unos días antes a su compañero de vida, Carlos Ormeño. Tal vez cayeron del cuerpo gotas de sangre al piso y formaron una mancha.


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