La mirada chilena

Arte y Cultura colaboraciones Columnas
El escritor Mario Valdovinos, desviste en esta columna el carácter local a través de aquellos “ojos escrutadores” nacionales, tan amenazantes.

Si durante muchas décadas el lugar que ocupamos como territorio nos situó en la lejanía, el fin del mundo, la distancia, la incómoda condición de un país remoto y, la verdad, también te-  rremoto, en la actualidad, y hace ya bastante tiempo, esa insularidad ha cedido paso a lo opuesto, nos visitan más, ya no estamos tan lejos, los vuelos en avión son mucho más frecuentes y baratos, es decir, una serie de factores felices nos han puesto en un plano de mucha mayor cercanía con los demás, con el mundo y con nosotros mismos.

Nunca olvido un comentario de Neruda sobre algo muy vinculado con lo  recién expuesto: la mirada chilena, estrechamente relacionada con la lejanía y que, sin embargo, habiendo cambiado visiblemente las cosas, se mantiene al parecer inalterable. Cuenta en sus memorias de un recital que aceptó dar por los años cincuenta en la sede del sindicato de trabajadores de la Vega Central, Mapocho abajo.

Pablo y Delia

Vivía por aquellos años con Delia del Carril en La Reina y bajar a la ciudad no era fácil, ya que el sector estaba despoblado y debía abordar un taxi. Llegado el día, tomó de su vasta biblioteca un volumen con sus poemas y partió no sin algo de incomodidad pues no sabía si esta experiencia, su modo monótono de leer y su voz agónica, serían capaces de conmover a seres humildes, en  gran parte analfabetos y con una experiencia de la belleza y de la belleza literaria, digámoslo sin más, inexistente.

Lo recibieron de noche en un local moribundo, con piso de tierra y hombres a pie pelado, faja en la cintura y cubiertos con despellejados chalecos de lana, todo sucio, raído y sin vida. Unas luces funerarias daban el clima preciso para salir huyendo. Leyó un poema y nada, un segundo y cero, un tercero y el ambiente se podía cortar con cuchillo. No obstante los ojos de los cargadores permanecían fijos en él, severos, helados, atónitos. Leyó el cuarto poema. -Si esto sigue así, me voy, decidió sin decirlo el poeta. En ese punto el presidente del sindicato levantó su mano para hablar. Lo hizo mencionando que él hablaba, sin más, por todos y que nunca en sus vidas habían escuchado algo más hermoso, sin importar si lo entendían o no. No podía expresarlo, pero estaba allí el aliento inefable de la belleza. No pudo terminar de hablar porque un largo sollozo lo paralizó, ante lo que sus compañeros hicieron lo mismo, llorar a mares y el recital acabó triunfal entre lágrimas y ovaciones.

Guardando las distancias, hace unos años y precisamente en la casa capitalina de Neruda, La Chascona, dimos con Cecilia Almarza, cantante y partner del Cabaret Literario Boulevard del Atardecer, que formamos hace veinte años, un recital de poesía y música. La sala estaba repleta y el público nos rodeaba. A diez centímetros de nosotros había una señora que sentí apenas comenzar me miraba con profundo desagrado, es más, al avanzar el recital su mirada era, en mi percepción, de franco rechazo, aún más, yo diría que me miraba con odio. Me aterró y terminamos el recital, acompañados de dos músicos, conmigo tenso. Curiosamente fuimos ovacionados y, en los brindis finales, pues la casa ofreció un vino de honor, no pude más, me acerqué a la señora y se lo dije:  -Me imagino su desagrado ante lo que acabamos de presentar, señora, bastaba fijarse en el modo cómo me miraba. 

-¿Y cómo lo miraba?, replicó muy sorprendida. -¡Con odio profundo!, le dije y la cantante me siguió, para mi propio asombro, diciendo que ella también había percibido lo mismo, ante lo cual la dama se derrumbó, pidió disculpas y dijo que había estado fascinada y de su expresión de rechazo…no se había dado cuenta. La verdad, le creímos.

EL mimo Marcel Marceau había recorrido más de cien países con sus obras mudas y contaba que el único país donde salía a escena con miedo… era Chile, debido a la mirada glacial, distante, escrutadora y más encima hundidos todos los presentes en la sombra, en medio de un silencio de mahometanos.

Nemesio Antúnez decía que el artista que logra hacer algo en Chile lo puede hacer mucho más fácilmente en cualquier lugar del mundo. Le oí una vez al actor Humberto Duvauchelle señalar que mientras estaba exiliado en Venezuela el problema era lo contrario, la gente de la sala aplaudía, comentaba e interpelaba a los actores, en medio de la función, cuando les agradaban o disgustaban algunos fragmentos. Yo mismo  he presentado varios años un monólogo sobre mi relación con la literatura, poemas y textos en prosa que me buscaron y han llenado mi vida, de nombre Ceremonias de interior. El monólogo es frontal, lo acompaña música grabada e imágenes, pero nunca pude dejar de entrar a escena muy tenso por esa masa humana de ojos escrutadores que me aguardaban. Los aplausos finales desmienten todo, pero hay que hacer de tripas corazón y resistir hasta el desenlace. En Chile jamás ocurre lo que en Argentina, en cuyas salas los protagonistas de las obras teatrales salen a escena, antes de que empiece el espectáculo, a saludar al público que sin excepción los ovaciona, es muy fácil de entender que semejante actitud proporciona un aliento magnífico para   empezar.

¿Qué hay detrás de esto, timidez, miedo, desubicación? Tal vez me interpelen, me saquen a  escena para que baile, actúe, dé una opinión… no sé qué insensateces pasan por la mente y el alma del público nacional. Tema, para quien escribe esta crónica, no resuelto. 

Así, cada vez que me toque salir de nuevo a escena, seguiré temblando.

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