Baudelaire, el ángel exterminador

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La vida del poeta, sus pasiones y excentricidades, en un análisis del escritor Mario Valdovinos

Más que el conocimiento de su obra literaria, harto más extensa que Las Flores del Mal (1857), volumen de poemas con el que se le relaciona, Charles Baudelaire sugiere de inmediato la imagen del poeta maldito al estilo del siglo XIX, cuando la burguesía dominante ensalza a los artistas, a quienes la reverencian y le prometen en sus obras la intensificación de su dominio y de su poder, vale decir, el progreso, el futuro, la industria, el comercio, los viajes y el descubrimiento del exotismo. Nada más ajeno al poeta francés inclinado a  lo funesto, el misterio, el tedio de vivir, el spleen, cuyo significado es una mezcla muy francesa de aburrimiento profundo y melancolía. La nostalgia y una fusión de amor y odio a la vida, la dualidad del yo, la ambigua identidad, todo ello revuelto era lo que el poeta definía como la embriaguez.  Baudelaire ingresó en dimensiones de la vida y de la muerte sumergidas, marginales, ofensivas para el buen burgués y su mundo. La identidad sexual podía ser móvil, el travestismo tolerable, la máscara y el disfraz posibles, el maquillaje necesario. El deseo, en el cosmos baudeleriano, es una aspiración, la consumación del deseo sólo una escala en el camino: importa más la voluptuosidad anhelada que su conquista, su búsqueda más que su alcance. La mujer es objeto de deseo, qué duda cabe, pero fuera de su carne, posee un alma… femenina, que entra en conflicto con la del poeta, exhibicionista, egocéntrica, amoral. Charles adora su propia imagen reproducida en sus versos, en espejos, en pinturas y en la fotografía, en la mirada del otro que lo duplica y a la que teme y busca. Consume opio, láudano, vino, en sus visitas a burdeles conoce a una prostituta apodada La louchette, la bizca, quien se supone le inoculó la sífilis. ¡Una noche con Venus, una vida con Mercurio!, exclamaban los bohemios contagiados, aludiendo a una pócima  a base de mercurio con la que, por esa época, se intentaba detener el invasivo mal.

Entre sus numerosos analistas se destaca Jean-Paul Sartre, autor de un brillante ensayo sobre el poeta francés, de nombre Baudelaire, en el cual explora su imagen y su fantasma, a través del método del sicoanálisis existencial. Para el filósofo, Baudelaire es un artista huidizo, evanescente, un fantasma maquillado, un dandy, un señorito genial e inútil, amanerado y libertino, un decadente, un poeta simbolista precursor, él lo sabía, de una colosal estética que anticiparía las Vanguardias del siglo XX, un simbolista adelantado.

“Un artista es únicamente un artista debido a ese exquisito sentido de la belleza, un sentido que le procura placeres embriagadores, pero al mismo tiempo implica un sentido igualmente exquisito de toda deformidad y de toda desproporción”,así habló el poeta.

Baudelaire, el precursor

Sin Baudelaire no hay performances, no existiría David Bowie ni el arte del cuerpo tatuado, las instalaciones de la plástica y las esculturas virtuales. Baudelaire es un flâneur, nunca un harapiento clochard, un exquisito, Monsieur Charles Pierre, que pasea su espléndido hastío por los barrios del París de la segunda mitad del siglo XIX. Su oficio es el de un alquimista de las palabras, las ideas y los símbolos. La revuelta de 1848, en la que abdica el rey Luis Felipe I, lo deja aún más frío, prefiere tomar baños de sales para atenuar las manchas que tapizan su piel volviéndolo un leopardo herido. ¿Supieron su madre y su padrastro, el rígido militar Jacques Aupick, de la enfermedad contraída por su hijo?  Es aventurado afirmarlo, pero la sífilis puede haber sido una opción para el poeta, debía autoflagelarse por sus excesos, alcanzar el martirio de la belleza, pero el castigo es peor que el mal venéreo, afea el cuerpo y lo torna no apto para el erotismo, que se acerca cada vez más a la órbita de la muerte, la del dios Tánatos. Así marcha al cadalso, el patíbulo que él levantó, agoniza con afasia,  la pérdida del lenguaje, hemipléjico, parálisis de un lado del cuerpo, derrotado y podrido, pero espléndidamente cubierto de sedas y muselinas, en su cuarto el hedor de la muerte lo apagan efluvios de lavanda, anís, claveles marchitos.

Su obra

La poesía baudeleriana tiene numerosos lazos románticos, su autor lo era, desde el look, las actitudes, los gestos, la inmolación del ocaso. Baudelaire inaugura un mundo lírico diferente, la literatura del mal, de lo macabro y demoníaco, de lo dionisíaco, el espejo de la que compuso al otro lado del Atlántico su doble, Edgar Allan Poe, de quien, al descubrirlo, Baudelaire se hizo su vasallo y lo tradujo al francés de manera integral. No obstante, se mantiene apegado a las formas poéticas del Romanticismo, rimas, sonetos, ritmos, en el corazón de un demoledor anida un romántico emboscado. Baudelaire se aventura en el campo dela crítica artística, la plástica, elogia a Delacroix, la narrativa, la música, defiende a Wagner, la arquitectura, la urbe parisina con sus fastos nocturnos, publica Curiosidades estéticas y El arte romántico, pero no abandona el opio, el vino, el láudano, cultiva su malditismo contra viento y marea y la perversidad de sus amores reales. ¿Fueron reales sus relaciones con la mulata Jeanne Duval, la Venus negra, su destructora diabólica, y con Aglaé Sabatier, La Presidenta, su blanco ángel tutelar? Es muy probable que cumpliera con ellas algunas extravagancias eróticas, pero a poco andar se volvía su mascota, su ahijado, sin persistir en la vocación de amante.

Por esa época la fotografía estaba invadiendo el campo artístico, lo retrataron profusamente Nadar y Carjat, Baudelaire blasfemaba contra el nuevo arte fotográfico, por adocenado y sin futuro, no obstante posa para ellos, desafía al porvenir y a la inmortalidad, se burla del presente. Vivió como un Edipo caprichoso, obsesionado por el amor de su madre, que rápidamente olvidó a su primer esposo, el padre del poeta, y contrajo nupcias con el general Aupick, a quien Baudelaire sistemáticamente odió, como corresponde a un triángulo hamletiano. Para alejarlo de la fijación edípica, Aupick lo envía lejos, en un viaje iniciático a India, pero el poeta no llegará jamás, a lo menos por barco, a Benarés, a Calcuta, a Bombay, desciende de la nave en la isla Mauricio y regresa a París, que es como Buenos Aires para los porteños, la ciudad por la que se siente nostalgia aún estando en ella.

Hoy,  la madre, el padrastro y el poeta,  descansan por la eternidad, armónicamente, en el cementerio de Montparnasse.

En medio del corazón de las tinieblas algo está claro: toda belleza sobrevivirá.


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